Historias
Cuatro relatos sobre la vida en territorios con presencia narco.
La vida en un atajo
Tiene, no pone, cara de yo no fui. Es tan flaco que el jean, corte chupin, le queda grande. Está muy serio, sin miedo. No dará su nombre, no dirá su barrio, no se complicará con para quién trabajó: esas son las condiciones, acordadas, de la conversación. W. –así lo conoceremos– habla en territorio neutral: fuera de sus cuadras y lejos de las miradas de los otros que lo conocen; la charla se da en el Centro de Integración Social de la Subsecretaría de Prevención de Adicciones, en la zona de la Terminal de Ómnibus de Córdoba, donde está haciendo rehabilitación y se enganchó en un curso de capacitación.
Está ahí porque quiere cambiar. Porque tiene un hijo, otra precocidad. “Empecé de chico, a los 7, 8 años. Yo conocí la droga porque me juntaba con gente grande que se drogaba y que iba a echar moco”. Al tiempo también comenzó a vender. “Fui preguntando y ya me conocían. Y empezamos a vender. Después vi que no me servía nada. Lo que me daban me lo quitaban. Cuando te das cuenta, podés ganar mucha plata, pero felicidad no te da. Te ha dado muchas cosas la droga y después perdiste y tenés que dejar todo con los abogados para poder salir… te lo quitan todo…”.
Tuvo problemas, no dará detalles de eso. El relato se pone confuso, entrecortado: “Una vuelta me dieron para vender y yo no cumplí y me fui con todo. Tengo un teléfono (…) Si no apareciste te vamos a matar….después ya empecé a hacerme aparte de esa gente. Empecé a hacer la mía y empecé a echar moco…”.
Es de un barrio popular de zona sur. Pero él dice “ni idea” cuando le preguntamos de qué zona es. No sabrá eso, pero al barrio lo conoce bien. Y el barrio es un problema. “Hace 3, 4 años que hay algo que me hace retroceder. La joda. A donde vayas en el barrio hay uno que está parado y te dice: ‘Vamos para allá. Vení, vamos a tomar, vamos a fumar.’ Segundeame’”, relata. Segundear, verbo, es la acción de acompañar a un perro, a un pequeño dealer. Se paga con droga gratis. Plata hay, pero es para los empleos narco, los de los 1, no los que van de segundo: “Los más chicos son los perros: los que venden para ellos. Otros se paran en una esquina. O se meten en un boliche, en un baile…”. Así funciona.
Transa en primera persona
Germán cuenta su historia. Cómo se inició, qué representaba para él la vida en el delito y cómo gestiona ahora su propia presencia en el territorio.
Militantes en zona roja
Son pibes acosados por varios frentes: por la pobreza, por la policía que los levanta si salen del barrio, y por el narcotráfico con el que conviven casa de por medio, del que forman parte incluso sus familiares.
“Nuestros barrios son de zona roja. Están marcados así por la Policía. Tenemos compañeros que trabajan con los narcos para darle sustento a la familia. Principalmente trasladan mercancía de un lado a otro. O transportan la pasta base de Córdoba hacia otras provincias”, dice Fede, de 19 años.
Vive en un barrio abandonado por el Estado, carente de la mayoría de los servicios, ubicado estratégicamente en la salida noreste de la ciudad de Córdoba. En su caso, el salvavidas que lo sacó de la droga fue la política: milita en Jóvenes de Pie, brazo juvenil del movimiento Barrios de Pie.
“Esos chabones son capaces de matar a los pibes. Nosotros tenemos familiares que están en eso pero no nos prendemos. No los molestamos y ellos no nos molestan”, se consuela. Su compañero, Dani, tiene 21 años y una lucha parecida: “Es difícil competir con ellos porque tienen muchos recursos. Vos como militante social los podés ayudar con una palabra. Pero los narcos te pueden comprar los remedios si tenés un familiar enfermo”.
Dani también ilustra el drama del encierro al que están sometidos: “Cuando estás en el barrio, de chico, no podés salir: no te deja la policía, te detiene por merodeo. No podés ver más allá. Si vas al centro sos lo peor, sos el que va a asaltar”.
Las cosas cambiaron para mal en los últimos años: “Esto (el narcotráfico) hace unos años no tenía tanta potencia. Eran pocos los que lo manejaban. Ahora todos ponen su propio negocio. Tenés puntos o quioscos por todos lados. Todos piensan que el progreso es ese”, explica. En sus casos, la militancia les permite ejercitar su conciencia. Muchos de sus amigos no tienen esa experiencia. Ni ninguna otra parecida.
El hijo
“Mi mamá cayó presa por primera vez cuando yo tenía 16 años”, dice Caín, de 19. Ella vendía. Ella vende droga para mantener a una multitud de hijos: eran 11, de los cuales dos murieron.
A Caín lo tuvo a los 12 años. Es en barrio B., zona controlada por el narco.
“Cayó presa porque no le queda otra… no puede salir de la casa, tiene que cuidar muchos chicos”, justifica a su madre. Él dejó el colegio en primer año del secundario. A los 13 ya trabajaba de albañil con su abuelo.
-¿Vos vendiste alguna vez?
-No, mi vieja nos tiene alejados de eso.
Caín hace changas. Le ayuda a comprar la marihuana, que fuma todo el tiempo. “Me tranquiliza”, dice.
La esquina es su segundo hogar. Ahí se lo encuentra casi siempre.
Ahí lo suele encontrar la Policía. Caín viene de haber pasado un día preso en una comisaría, acusado de “merodeo”, la polémica figura legal del Código de Faltas cordobés que, en la práctica, sirve principalmente para engrosar estadísticas de detenciones de chicos “sospechosos” de andar por ahí.
-¿Qué te gustaría hacer si pudieras elegir?
Por toda respuesta, se encoge de hombros.